Sep 18, 2013

Perro de Playa

A juzgar por lo mucho que se divierten los perros en la playa es difícil pensar cómo es que esos animales no se han lanzado al mar y convertido en una nueva especie, como los delfines. Capaz no es el mar, es la playa. Los perros encuentran la felicidad en la orilla de las cosas, en el regazo de sus dueños o al borde de una platabanda.

Cerca de una orilla, al lado de un nido de tortugas, nació este perro. Su madre débil y llena de sarna poco pudo hacer para salvar a sus hermanos de las gaviotas que se daban festín de tortugas y cachorros. En el principio eran 4 y al amanecer solo estaba él, el perro de playa.

Las primeras semanas poca leche se podía chupar de las tetas de su madre, poco podía recibir de ella. Cuando conoció la sed fue el agua de coco de los pescadores y los camareros que reparten las empanadas lo que le dio vida. Fue la sal del mar la que le enseñó que de ahí no debía beber.

Y así creció el perro de playa, lleno de arena y con infinitos nombres. Cada día era bautizado una y otra vez por aquellas familias que lo amaban durante un día y luego volvían a casa antes de esconderse el sol. Ahí llegaba el frío y el sueño. A descansar para una noche más, hasta otro día de saltar a las olas, morder cangrejos y revolcarse en la arena. 

Una vida digna sazonada con algún viaje en peñero para acompañar a los pescadores y un baño en agua de cava antes de que caiga el sol. Entre manjares, mariscos y parrillas se hizo cada día más fuerte. Llegado el día el perro de playa tuvo una familia de la que nunca se hizo cargo. Lo de él era la playa, no unos cachorros producto de una aventura en una tarde calurosa.

En una pelea perdió un ojo y el otro se le fue nublando por las cataratas. Ciego por la orilla con sus patas siendo golpeadas por el vaivén de las olas, confiando en la generosidad de extraños, así iban y venían los días para el perro de playa. Los restos de empanadas garantizaban un nuevo amanecer, las risas de los jóvenes una nueva merienda y la brisa del mar una nueva siesta en alguna sombra.

Al oír gritos escapaba, y al oír suspiros se acercaba. Perseguía la lástima. Cada día era una lucha, cada día  hasta que llegó el momento. Entre caricias y abrazos decidieron llevárselo. Le dieron un nombre y un hogar, un hogar hasta que el cuerpo aguante. Le dieron comida, le quitaron las cataratas y lo bañaron con agua dulce. Pero lo que más le gustó al perro de playa fue que le dieron un nombre, lo llamaron Rockolate. Al fin tuvo un nombre, un nombre para siempre.

A veces volvían a esa misma playa en vacaciones. Durante ese día Rockolate recordaba sus cientos de nombres, las empandas, el agua de coco, los cangrejos y la libertad. En la mañana se sentía como si fueran memorias de otra vida, pero ya entrada la tarde el sentimiento ajeno se perdía. Solo es cuestión de tiempo, olas y arena para convertir a cualquier perro en un perro de playa.

buenochao!

1 comment:

yannixia said...

¡¡¡*el agua de coco!!!